Por Carmina Salgado Baeza, Geógrafa. Magíster en Gestión Ambiental
A tres meses y medio de la llegada del Coronavirus, las polémicas son pan de cada día, no tardan y dejan eco. Es así como en medio de la crisis sanitaria, las palabras vertidas un par de semanas atrás por el ex ministro de salud, Jaime Mañalich, no dejaron a nadie indiferente. Reconocía abiertamente, durante la transmisión en vivo de un matinal, no tener conciencia sobre la magnitud del nivel de pobreza y hacinamiento que prevalece en un sector de Santiago.
Sus palabras causaron indignación en la opinión pública y con cierta razón, puesto que es impensado que la autoridad sanitaria desconozca la realidad en la que viven todos los chilenos. Sin embargo, tras varias aclaraciones, se aclaró que la situación hacía referencia a las condiciones en las que viven los inmigrantes de las comunas céntricas de la capital.
La pandemia ha sacado a relucir lo mejor y lo peor de la sociedad chilena, como nuestra solidaridad y capacidad de gestión ante las emergencias, a las que estamos tan acostumbrados, pero también las condiciones en las que viven miles de inmigrantes, en su mayoría haitianos, venezolanos, dominicanos y de otras comunidades latinoamericanas.
Pareciera ser que en pleno siglo XXI, el Estado de Chile ha retrocedido en establecer políticas de inmigración efectivas, que, a juzgar por los hechos se puede concluir que ni siquiera existen. La mayoría de los inmigrantes vienen a Chile por que ven estabilidad económica y política, un lugar en el que pueden estar seguros y establecer lazos fraternos. Pero la realidad difiere totalmente de las expectativas, generando frustración en miles de personas que esperaban otra cosa.
Chile es un país de inmigrantes. Nuestra población es fruto de oleadas americanas, europeas y asiáticas que han conformado nuestra idiosincrasia, tan diferente al resto de Latinoamérica. Sin embargo, desde la conquista hasta mediados del siglo XX las condiciones eran totalmente diferentes, puesto que se trataba de un país en construcción, con vastos territorios vírgenes y despoblados en los que se debía establecer soberanía. Hoy en cambio, la inmigración no obedece a necesidades del país, sino a necesidades de particulares extranjeros, refugiados, a cuya realidad internacional parecemos ser ajenos.
En este aspecto surgen varias interrogantes: ¿Cuáles son las políticas actuales de inmigración? ¿Están dadas las condiciones para favorecer el proceso de radicación a grandes volúmenes de personas? ¿Quiénes se deben hacer cargo de los inmigrantes que no logran una estabilidad? ¿Deben tener prioridad por sobre los chilenos más necesitados, para vernos internacionalmente como un país solidario y caritativo?
La primera política de inmigración clara se estableció a mediados del siglo XIX con la Ley de Inmigración Selectiva, promulgada por Manuel Bulnes. En ese entonces se otorgaron tierras e insumos básicos a las familias para asegurar su subsistencia. En el sur se escogieron familias austrohúngaras con habilidades técnicas para que pudiesen desarrollar oficios y aportar a la economía. También se les otorgó la nacionalidad chilena (fueron declarados chilenos in situ). Gracias a esta ley y otros esfuerzos los inmigrantes fueron recibidos con algo con lo que pudiesen empezar. Hoy, en cambio, al inmigrante se lo recibe con nada, ni siquiera con un permiso, porque se trata de una operación no planificada, o bien la autoridad de turno sabía, pero miró para el lado y así quedó bien ante una serie de organizaciones internacionales.
Partiendo por lo inmediato, ¿Cómo se supera la barrera idiomática para el caso de los haitianos? ¿Qué programas estatales existen? ¿Cómo se aborda la falta de calificación técnica? También a la dificultad de adaptación al clima se suma otro factor importante, la crisis económica y el desempleo, que se vienen arrastrando hace 10 años. Y la idiosincrasia chilena que no ve con buenos ojos estos temas, menos en tiempos crisis, cuando los recursos son aún más limitados. El chileno es tremendamente discriminador y esto no distingue región, estrato social o tendencia política. Incluso hay inmigrantes que han caído al nivel de esclavitud por necesidad y oportunismo de algunos, algo inimaginable en estos tiempos.
Bajo estas circunstancias, la realidad de muchos inmigrantes a lo largo del territorio es infrahumana, viven hacinados en cités céntricos, sin acceso a un espacio privado y a condiciones mínimas de habitabilidad. Sin políticas de inmigración conocidas es lógico que esta realidad esté escondida o no sea visible, puesto que se trata de personas que residen en su mayoría de manera ilegal.
A qué se puede optar en Chile en estos tiempos, en donde el sueldo mínimo apenas alcanza para sobrevivir, apenas se puede cubrir la demanda interna. Un inmigrante, hoy, legalmente no tiene nada a que aferrarse. Sin nacionalidad chilena, ¿a qué subsidio podría optar? ¿Qué oportunidad real otorga el Estado para inmigrar? Ninguna. ¿Cuál es el resultado? Personas vendiendo dulces en las esquinas o pidiendo limosna en las calles en medio de una pandemia, cuando no hay trabajo para nadie. Personas alojadas en hoteles sanitarios que rechazan la comida y la botan a la basura porque no les gusta (ojo, esto es habitual como medio de protesta solapado cuando no se está conforme con el país).
Pareciera ser que los inmigrantes que llegan a Chile con capacidades profesionales, dispuestos a cubrir oficios técnicos y medios, tienen mayores oportunidades que quienes no tienen herramientas educacionales. Y es lógico, para inmigrar a un país hostil es necesario contar también con grandes habilidades blandas y recursos emocionales suficientes como para soportar el embiste de la sociedad chilena. El tema acá pasa por si ese profesional estará dispuesto o no a ejercer en un trabajo para el cual está sobre calificado y si será capaz de lidiar con eso.
Abrir las puertas a la inmigración y esperar a que todas las oportunidades surjan de manera natural, para luego culpar al tercero de turno cuando las cosas no se dan, o al egoísmo de los chilenos es de una irresponsabilidad política enorme. Estas decisiones por acción u omisión debiesen ser penadas por ley. Tomar decisiones sobre vidas humanas basadas en intereses personales, para quedar bien y luego desentenderse y presionar desde afuera es simplemente una sinvergüenzura.
La inmigración en tiempos de pandemia se ha transformado en un problema para el cual no se tenían soluciones claras, porque no hay directrices ni conocimiento. Chile debe trabajar en una política de inmigración basada en nuestra realidad económica, política y social de manera urgente y tener lineamientos claros para el futuro.