Decir que Chile está en problemas, no es muy ingenioso y es una realidad que día a día nos actualizan los medios de comunicación. Delincuencia, crimen organizado, violencia, salud pública precaria, educación pública “dinamitada”, corrupción, se toman la agenda y forman parte de una larga lista de problemas que afectan al país y al estado de ánimo de la gente.
Sin embargo y considerando su impacto y sus consecuencias nefastas, de la crisis económica que vive el país se habla poco.
La semana pasada se dio a conocer un estudio realizado Equifax sobre la realidad socioeconómica de Chile, que da cuenta de una mala noticia: en un año, 135 mil personas han dejado de ser de clase media para pasar a engrosar la lista de los segmentos vulnerables.
Todos los días quiebran empresas, aumenta el desempleo y la inflación golpea duro los bolsillos de las familias, que ven cómo su calidad de vida se deteriora por el estrés que causan las deudas y las dificultades para llegar a fin de mes.
Explicaciones para tanta empresa caída en insolvencia hay muchas, pero lo cierto es que la ley de quiebras y reorganizaciones judiciales pasa a ser un actor relevante en un sistema golpeado, que arroja incertidumbre y que nos lleva a una serie de interrogantes: ¿quién protege los empleos? ¿quién vela por los derechos de los trabajadores, probablemente contrapuestos a los intereses de los acreedores? ¿Cuánto hay de especulación y aprovechamiento mal intencionado de la situación?
Un contexto distorsionado
En un modelo de libre mercado, la competencia debe darse entre empresas en condiciones parejas, sin distorsiones, en el que puedan competir ofreciendo productos o servicios similares, en el que los factores determinantes sean la calidad, el precio, la innovación y el servicio al cliente. La competencia, en esos términos, es beneficiosa para los consumidores, ya que fomenta la eficiencia, la mejora continua y la innovación.
Sin embargo, nuestro país está permanentemente amenazado por prácticas anticompetitivas, amparadas en una legislación laxa y con entes fiscalizadores carentes de competencias reales para velar por el cumplimiento de las precarias regulaciones establecidas en la ley.
Las distorsiones de mercado se refieren a situaciones en las que su funcionamiento normal se ve alterado, afectando a la libre competencia. Estas distorsiones pueden ser causadas por diversos factores, como intervenciones gubernamentales, monopolios, oligopsonios, información asimétrica, externalidades y barreras de entrada.
Estas interferencias afectan los precios, la competencia y la asignación de recursos, generando resultados que difieren de lo que se esperaría en un mercado competitivo y eficiente, desencadenando efectos que repercuten en los consumidores y en las empresas, generan desempleo y afectan al panorama económico en general.
Cuando un actor o un pequeño grupo domina un sector, la competencia se ve socavada. Los monopolios y oligopsonios pueden imponer precios, limitar las opciones para los consumidores y obstaculizar la entrada de nuevos competidores.
Analizar estas concentraciones de poder es esencial para mantener un juego justo en el mercado y se transforma en un desafío primordial para el gobierno y el congreso, que deben adecuar la legislación, defender a las pymes y asegurar las mejores condiciones para los consumidores.
En este aspecto, el Estado está en deuda y no ha hecho nada por asumir su responsabilidad frente a uno de los factores detonantes de la crisis que atraviesa el país. Emparejar la cancha está en sus manos y si bien siempre habrá un Hermosilla o un Ruiz Tagle, con una buena legislación y regulaciones razonables, la regla general será la justicia económica y no la trampa ni la caja negra.
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